lunes, 2 de noviembre de 2015

Recuerdo Estival

Había pasado tanto tiempo entre las personas, rodeada entre seres que he aprendido a querer y que, sin ser malinterpretada con estos comentarios, me forzaba a no mantenerme sola, que había olvidado la magia poderosa que la soledad infunde en mí. Y aquí es donde se abre paso a la nostalgia, casi sin aviso previo, porque una vez que me he dejado envolver en los brazos del silencio inmortal, que pareciera consumirlo todo, es innegable la presencia de la memoria que se precipita sin contemplación hacia una nueva víctima. Tampoco quisiera que las cosas que a continuación exponga sean malinterpretadas o cuestionadas desde una manera meramente material, ya que, más que al hecho de que siempre he sido una persona que se autoexilia de la realidad, este último tiempo, poco y nada había sabido de dejarme absorber por estas sensaciones tan ajenas y familiares a la vez.
Quizás sean estas noches con tinte estival que, a pesar de que las estaciones cálidas me desesperan, han significado para mí mucho más con el transcurso de los años. No porque me gusten, ni si quiera porque tenga algún recuerdo puntual de algún pasado lejano, sino porque me traen una sensación agridulcemente conocida que nunca he podido determinar de dónde o por qué proviene, aunque sé perfectamente desde cuándo. Y es, en noches como ésta, precisamente, cuando me he dejado abordar por completo por aquel manto oscuro y perpetuo del que a veces suelo rehuir por temor a encontrarme conmigo misma; que me doy cuenta de que en el fondo estoy tan acostumbrada a la soledad, que ni si quiera necesito la presencia de una luz para guiar mis pasos, porque me siento tan cómoda entre las sombras, que añoro aquella época de noches estivales en que la libertad no era un sueño.
Pues bien, el punto es que no puedo dejar de sentir algo tan extraño en el pecho que me gusta y me incomoda al mismo tiempo. Y la brisa de este tipo de noches, me arrastra suavemente a esa época en que puedo sentir a la perfección el aroma del viento que acaricia mi rostro mientras camino de regreso a casa. Quizás nunca me había sentido tan triste y feliz a la vez y, quizás sea, precisamente esta mezcla, la que ha hecho que se grabara con sangre en mi memoria olfativa. Porque, a pesar de sentirme acongojada, el calor del sol sobre mi piel, el sonido del viento meciendo las hojas de los árboles que ya habían florecido y la profunda sensación de sentirme viva, crearon en mí un resquicio del que nunca más pude huir... una eterna maldición. La pregunta que viene a continuación probablemente será “¿por qué maldición?” Pues la respuesta no deja de ser tan compleja como la situación misma. La desesperación que me posee cuando me doy cuenta de que aquel pasado lejano y cálido que toca mi mejilla, que pareciera estar allí esperando que lo alcance con las yemas de mis dedos, no es más que un espejismo que no puede ser recuperado, de que cualquier esfuerzo es vano y que aquellos momentos se han ido para nunca regresar; inunda cada célula de mi cuerpo. Porque, quizás nunca me sentí tan viva, libre, tranquila e imposiblemente triste como en aquella época y porque luego de eso mi alma se vio atada a la cadena de consecuencias que aquella maldición trajo consigo. Porque luego me acosaba ese aroma en cualquier lugar donde me encontrara, el recuerdo amargo de que siempre sería propiedad de una abrumadora soledad, de que mis pensamientos y mis sentimientos no dejarían nunca de ser suyos, de que mi esencia no podría arrancar a su basto dominio. Y de que no importa cuánto tiempo pasare, siempre volverían aquellas sensaciones que no puedo describir, que parecieran cortarme el aliento, que parecieran recorrer mis venas, que parecieran devolverme la vida so pena de entregarle hasta la última ilusión que haya en mi alma, con tal de garantizar que nunca pueda superarla.


Aquellas sensaciones amargas y dulces que envenenan mi espíritu me acompañaron en cada uno de mis paseos, en cada uno de los desahogos que profería a las tempestuosas y grises aguas que a las que les solía confiar mis secretos, llevaban su sello en cada uno de mis escritos. Hasta que un día de verano logré volver a estar lo suficientemente triste como para romper momentáneamente el maleficio, porque ya no tenía mucho que ofrecerle de mi alma, ya que no quedaba más que las llagas de una última batalla, porque no quedaba ilusión alguna, porque hasta la esperanza había sido crudamente arrancada. Y en medio de aquella agonía que creí sería inquebrantable, en medio de aquella muerte en vida que creí sería insuperable, en medio de las lágrimas que no tenía y que rogaba poder llorar, buscaba nuevamente el cobijo de la perpetua soledad, la que me ofreció el abrazo fatal... 


Quizás esta sensación que no me deja respirar, no es más que su dulce manera de recordarme que no importa qué tan lejos crea estar de ella, la soledad siempre dominara mi esencia y la oscuridad siempre cobijará mi sueño, como en aquella época en que me aferraba a ella para mantenerme con vida.

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