lunes, 24 de octubre de 2011


Despertar es cada vez más deprimente. Los deseos de la noche anterior de que mis pesadillas recurrentes y mis demonios por fin me destruyeran se esfumaban con el primer rayo de sol. No podía más que aceptar sumisamente un destino desgraciado que cortaba todo lo que yo deseaba. Cada noche, sumida en las tinieblas de la oscura habitación donde el mal había renacido, trataba de mantenerme despierta, una lucha vana, imposible, que trataba de enfrentar con tal de permanecer a salvo de los tormentos y agonía de esos seres. El dolor de cabeza era constante, la fatiga y la palidez de mi piel ya no me sorprendían. Mi habitación era un santuario del mal en su más amplio sentido. Las rutinas diarias, los amigos que realmente no eran amigos, las sonrisas fingidas y la falta de interés en todo me abrumaban, me ahogaban… me extenuaban. Ya no habían emociones, ni sensaciones, todo era vacío, temor, ira, rencor y desesperación.
Odiaba estar tan rodeada de gente, contaba los segundos para poder regresar a mi constante soledad. Me sentía un poco más serena entre mis propios pensamientos, a pesar de que me atormentaran constantemente. Pero al menos mis recuerdos permitían acercarme un poco a él. Sí, a él. ¡Jajaja! A él, ¡qué gracioso! el causante de todos mis pesares, quién destruyó mi alma para toda la eternidad. Y no puedo evitar que mi mente reproduzca todos esos recuerdos, que empañan mis ojos. Tampoco puedo evitar llorar… ¿llorar? ¡Ja! Un llanto ahogado.
Todo comenzó una tarde de otoño, las hojas caían majestuosas y la arboleda era una gigantesca alfombra de tonos marrones. El crujir bajo mis pies era un verdadero deleite y el frío que calaba mis huesos me hacía sentir viva. Era una tarde como todas las demás, entre textos de teóricos malditos, algo de sueño y uno que otro mocachino; hasta que un impulso diferente me llevó hasta aquel jardín. Luego de caminar unos minutos entre paisajes de ensueño, árboles milenarios y el sonido del arroyo, lo encontré. Era un joven solitario, apuesto, que leía. A pesar de mis razonamientos, no pude evitar observarle. Era una alianza mágica… ¿era a quien estaba esperando?
Me quedé de pie, a distancia, observándole, obnubilada por su figura. Era alto, de tez blanca, se veía interesante, vestía de negro, una larga bufanda rodeaba su cuello, y su cabello rojizo (que le llegaba hasta los hombros) se mecía con el viento. Su rostro pálido, tenía rasgos delicados, un tanto femeninos; y era muy delgado.
No me parecía haberlo visto antes, tanto tiempo recorriendo los mismos senderos, tanto tiempo recorriendo las aulas, tanto tiempo viendo las mismas caras.
De repente me miró con unos ojos intensos, penetrantes, del color del magma. Y sin decirme una palabra fui acercándome imantada por su esencia misteriosa. No hablamos mucho. Su voz grave y hostil me hacía estremecer. Una parte de mí sentía miedo, la otra fascinación. Ni si quiera me di cuenta cómo, pero el atardecer era inminente y las tonalidades de su rostro, con la poca luz de lo que quedaba del sol, le hacían parecer un ángel.
Mis sueños se tornaron oscuros, un sin fin de imágenes que parecían no tener sentido, sensaciones macabras, voces sepulcrales giraban en mi mente. Habría deseado no dormir, pero el sopor era irresistible, no podía luchar contra él.
Comenzamos a vernos todos los días en aquel lugar. Hasta una tarde excepcionalmente helada en que no lo encontré. Mi desilusión era tal que rompí a llorar. Parecía que nada volvería a tener sentido. Era un sentimiento, hasta ese entonces, desconocido. Me quedé entre sentimientos y razonamientos, intentando decidir si valía la pena quedarme allí. El frío era cada vez más estremecedor, llevaba al menos un par de horas sentada allí, esperándole, inmóvil, completamente hipnotizada por el correr de las aguas. Mi cabello tenía entremedio pequeñas hojas, mis manos estaban increíblemente frías y una nube de vaho se formaba con cada exhalación. Estaba por darme por vencida, no sentía el cuerpo y la cabeza me daba vueltas. Entonces me di cuenta de que mi cara ardía. Estaba enferma. Me dispuse a regresar, con la tarde perdida, con esa extraña sensación que hoy siento más intensamente, cuando de pronto distinguí una silueta.
Desde las sombras de un grupo de árboles, alguien me observaba. Comenzó a avanzar muy lentamente y mi corazón parecía que iba a explotar. Me sentía algo aturdida (la fiebre estaba haciendo lo suyo). Y de tanto en tanto pude convencerme de que era él. Caminaba hacía mí, se veía majestuoso, y su cabello brillaba con los pocos rayos de sol que le caían. Me recordaba al otoño. De repente, una leve sonrisa se esbozó en sus rojos labios finos. Pero su mirada seguía indolente. Yo casi no movía ni un músculo y todo lo que sentía era mi corazón latiendo exageradamente, frío, mucho frío, y ardor en las mejillas. No me había dado cuenta si quiera, de que mi cuerpo temblaba.
Se arrodilló delante de mí, me observó con sus ojos penetrantes y dijo algo que no alcancé a distinguir. Acarició mi rostro con una mano, se sentía tan bien, era tan helado. Parecía preocupado. Yo estaba demasiado confundida.
Desperté en un cuarto donde la luz de la luna estaba prohibida, lograba distinguir algunos matices rojizos. Después de unos minutos esforzando la vista, descubrí una habitación donde una luz de vela alumbraba en una esquina. Se distinguían muchos libros apilados por doquier, andrajosos y empolvados. Parecía un lugar del que nadie hubiera entrado en años. No fue hasta que hube recorrido el cuarto entero con mi mirada que me descubrí  recostada en un diván. Al lado había una jarra con agua. El frío y la fiebre habían desaparecido. Ahora solo sentía intriga. De pronto, se abrió una pesada puerta de madera. Era él. Yo no comprendía muy bien dónde me hallaba, pero en cierta manera, su presencia me hacía sentir mucho mejor. Aunque la sensación extraña, indescriptible que tenía, no desaparecía.
Solo se sentó a un costado, pensativo, sin decir una palabra. Me miraba fijamente. Me estaba asustando. De repente comprendí su naturaleza. ¡No era un ángel! Era todo lo contrario. Era tarde para huir. Yo le amaba, le deseaba. Ya no importaba nada. El frío regresó a mi cuerpo, temblaba. Mi respiración agitada, mi corazón que latía arduamente lo necesitaba, estaba dispuesta a pagar el precio. ¿Estaba dispuesta a venderle mi alma?
Como un reflejo desesperado me levanté, para alejarme. Pero él, más veloz que un rayo, ya estaba delante de mí, ciñéndome con sus brazos de metal por la cintura. Mi respiración agitada, mi corazón descolocado eran lo único que se escuchaba. No podía mirarle, le deseaba, pero el miedo… de pronto levantó mi mentón con su suave mano. Sus ojos ardían, parecían el infierno, y una leve sonrisa, ¡era tan atractivo y tan demoníaco al mismo tiempo! Comprendí de la inútil empresa que era resistirme. Ya era suya, desde que me vio en el jardín. No podía seguir negando mi destino. Yo lo había buscado inmersa en su embrujo de deseo. Nuestros cuerpos ansiaban el momento, él no respiraba, su pecho estaba vacío, ni si quiera tenía alma.
Miraba sus ojos profundamente, las fuerzas del cuerpo me habían abandonado, ya no podía mantenerme de pie, pero él me sujetaba firme contra su cuerpo. No había nada que hacer. Un beso suyo era la perdición. Una caricia, que recorrió mi cuerpo haciéndome temblar de deseo, encendió el infierno. Sin darnos cuenta, éramos amantes. Yo le dije “siempre serás mío”, él respondió: “toda la eternidad nos unirá, ni aún esta vida o la otra podrá arrancarme de tus pensamientos, te acompañaré en todo momento.
Se marchó. Y yo quedé envuelta en dudas y temores. Durante los meses siguientes, pasé mis tardes en el jardín esperándole en vano. Viendo su silueta en medio de los árboles, su reflejo en el arrollo, sus cabellos al atardecer, y hasta hoy, no lo he podido encontrar. Maldita por la eternidad, esclava de su amor, de su ausencia. Y él, siempre ha cumplido su promesa, ha estado en mis pensamientos, en mis pesadillas, en mis alucinaciones y mis deseos; y estará en mí hasta el fin de los días.